Que pase de largo el tiempo,
dejadlo estar, tranquilo.
No lo entretengais, molesteis.
Nada que lo haga detenerse,
pararse a observar,
preguntarse que ocurre,
en ese preciso momento,
mirar alrededor curioso,
triste y furioso,
por no sentirse advertido,
ni vencedores ni vencidos.
No tengo nada que ofrecerle.
Desperté nervioso de un mal sueño,
tendido estaba sobre el asfalto,
entre aceras de grisaceo recorrido
con semáforos apagados sin colores.
Sin pasos que dar ni peatones.
Sin distinguir entre realidades,
en pie me puse observandome,
vestido con atavíos propios de calabozo,
dignos de regalo por no merecer,
por no tener derecho ni tan solo a tener.
Y no por gusto propio a elegir,
sino por no ser yo autor de tal zaranda,
mas vale vestido callar,
que desnudo desobedecer.
Me espolsé el pecho por pura cortesía,
y al abrir el puño al suelo cayó,
la única pizca de color que poseia.
Un trozo de hilo rojo,
que nada me decía,
pero me sorprendía su destacada grandeza.
Y no por tristeza lo recogí,
sino por ganas de tener vida cerca,
tan solo como estaba,
en esa calle de tristeza.
Los edificios cerrados,
sin idas y venidas de voces,
de gritos o de carreras,
de platos y cubiertos.
Sin el silencio de la noche
que enmudece al día.
Las calles sin ruidos de coches ni tranvías,
aún parados cerca de la acera.
Ni por quitarles color presencia precisa.
A cada rato mas claro que en este sueño
esta vez, yo no decidía.
No con mucha pretensión decidí caminar,
a ratos en círculo, quizás,
triste y furioso,
terminar cuanto antes
con la duda de la realidad o el sueño no elegido.
Así que caminé sin destino,
por esa calle triste que nada me decía.
Observando ventanas y puertas cerradas
al ritmo del balanceo de mi cabeza.
Mientras tanto, con pensamiento parasimpatico,
apretaba con fuerza el puño,
para que no se fuera,
para que no se pudiera escapar.
Las horas pasando y el tiempo siguiendo su camino,
hasta que por fin vi cerca de mi,
la única puerta abierta
que invitarme parecía.
Con ganas de volver a soñar y olvidar lo ocurrido,
decidí entrar y comenzar el final de mi recorrido.
Escaleras con pasamanos de madera
y baldosas de gris claro.
Subí y subí hasta detenerme,
cuando tomarme un descanso
aún sin estar cansado merecía.
Paré justo para darme cuenta
de que ya no lo tenía.
Sorprendido me pregunté cuando lo había perdido,
donde lo había dejado,
la única muestra de color que merecía.
No regresé a buscarlo, sin perdonarme el estar distraido,
triste y furioso,
el único punto de atención que tenía.
Seguí subiendo sin mirar atrás,
volviendo mi cabeza de nuevo a los pies.
Sensación propia de comenzar a sentirme atrapado,
preso de un viaje que no compartía.
Al fin pude ver una luz que iluminó mi rostro,
brillante y fina con ganas de cegar,
el ascenso parecía llegar a su fin.
Una vez conseguí llegar
a mi particular cima de esperanza,
me encontré con un amplio salón,
con flores y globos de colores,
con música de fiesta y olor a velas.
Me sentí extraño,
sin regalo apropiado en tal fiesta de cumpleaños,
sólo la vergüenza me dejó avanzar dos pasos.
Al fondo del salón, acurrucuda y llorosa estaba ella,
una muñeca, una princesa, una niña.
Con su larga cabellera morena y los ojos y el corazón
empapados en tristeza.
No entendí de mi soledad en ese momento,
ni de la melancolia que la invadía,
aún si en mi sueño pudiera ver en su interior,
aún si dueño de él pudiera serlo.
Impotencia de no poder ser protagonista del suyo,
aún por un momento saber que le ocurre,
cómo se siente,
cómo sanarle esa herida que le duele.
Con respeto me fuí acercando poco a poco hacia ella,
sin intención de asustar a una niña tan pequeña.
Conseguí acercarme lo suficiente,
como para alertar su presencia,
cercano ya a una solución a mis dudas.
Alzó la cabeza, me miró,
y acto seguido echó a correr,
presa de rabia y enfado,
triste y furiosa.
No tuve tiempo a reaccionar,
intenté alcanzarla, pero no pude detenerla.
Sólo un hilo de su vestido
colgaba de la palma de mi mano.
Mis respuestas estaban en ella,
mis ilusiones estaban en ella,
mi vida estaba en ella.
Desapareció escaleras abajo,
y entre pensar y pensar,
ya había perdido bastante tiempo.
Corrí hacia la ventana,
esperando una señal,
donde encontrarla.
Me sorprendío ver una calle tan viva,
de colores de fiesta,
de vendedores de sueños ambulantes,
de paseos de manos enlazadas.
Perdida ya casi entre la gente la encontré,
con prisas de gato y escoba.
Sólo una oportunidad tenía de detenerla,
de encontrar el final de mi camino.
Así que sin pensar salté,
sujetando con fuerza el hilo rojo que tenía.
Y en la caida, despidiendome de mi grité:
¡Es mi hija!
Parad ahora el tiempo,
estirad de la manga de su gabardina,
que se vuelva triste y furioso,
Quieto y falcado en el asfalto.
Descifrando la incomprensión de una niña.
Para que la oportunidad de estar con ella
se repita siempre.
Hasta que no queden ventanas
desde las que saltar.
Javier Sánchez Lobato
30-11-2009
julio 4th, 2010 by JSanchez | No Comments »